¿Qué tienen en común el pijerío de ‘Cuatro bodas y un funeral’ y Boris Johnson? A una mujer llamada Amber Rudd

No sé si es la edad, las hormonas o el fin del verano, pero lleva unos días en brazos de la melancolía. De mi melancolía anglófila, para ser exactos. No es que el Reino Unido vaya a desaparecer, pero el 31 de octubre (fecha de la salida) cualquier intercambio con lo británico será un poco más tedioso, y la isla será más isla.

La rata avara que habita en mí ya ha hecho pedidos de Navidad a Fortnum & Mason, Asprey, Paxton & Whitfield y mis adorados Drake’s. El ritual de despedida sigue con lecturas de Johnson, Gaskell, Disraeli (padre e hijo), litros de té y películas muy petardas. Mi cursilada favorita es Cuatro bodas y un funeral, un divertimento que costó 3 millones de libras y recaudó 245 millones de dólares, con unos protagonistas nada modernos, completamente ajenos a la Cool Britannia que los medios habían acuñado para aquella década.

El guionista de la película, Richard Curtis (autor de Notting Hill, Bridget Jones’ Diary y Love Actually) escogió para su trama a unos jóvenes completamente al margen del zeitgeist; no iban a Ministry of Sound, no escuchaban britpop, no pasaban noches en los salones llenos de humo espeso de los Young British Artists.

La pandilla de Charles (Hugh Grant) era variopinta pero pija, y para que todo resultase coherente contrataron a una ‘aristocracy coordinator’, acaso el cargo más guay del planeta, para una doble función: conseguir a extras con cara de rico para los invitados de las mencionadas cuatro bodas, y expresar su desacuerdo con algún contenido que chirriase (ejemplo: el dueño de un castillo en Somerset con 160 habitaciones jamás llevaría una camisa reluciente de Turnbull & Asser, sino un suéter hecho trizas de Johnstons of Elgin).

Amber Rudd tenía 31 años cuando en 1994 recibió la llamada de la productora: estaban rodando “un pequeño film”, no tenían un duro, necesitaban a muchos actores para las escenas de los invitados, y tenía que dar el pego.

Rudd, entonces de baja por maternidad, aceptó, y tiró de agenda bien conectada (había estudiado en el Cheltenham Ladies College, equivalente femenino de Eton) para conseguir a extras de aire ‘toff’, a los que dio una sola directriz: escoged un buen atuendo, presentaos tal día y hora, y haced de vosotros mismos. Allí acudieron, entre otros, Andrew Morny Cavendish (duque de Devonshire, hijo de Deborah Mitford) o el banquero Simon Marquis, conde de Woolton.

Fast forward. Después de unos años en J. P. Morgan, Rudd pisó el acelerador en política, y fue ganando empaque en sus cargos dentro del Partido Conservador: miembro del Parlamento, Secretaria del Estado para el Cambio Climático, Ministra del Interior y finalmente Secretaria del Estado para Trabajo y Pensiones, cargo al que el pasado julio sumó el de Ministra de Igualdad. No es una brexitera recalcitrante pero se guarda bien de decirlo, de ahí haber sido acusada de cobarde frente al no-deal de Johnson.

El perfil de Rudd es el retrato perfecto del político conservador medio: entrada tardía en el cargo (primero se estudia y se funda una familia), devaneos con la banca y la inversión, conexiones heredadas del periodo escolar, flirteos con la izquierda culta (estuvo casada con el escritor A. A. Gill, habitual de Vanity Fair y Tatler) y excentricidades inofensivas, como cuando en 2008 ganó 50 libras en un certamen de poesía sobre sexo seguro organizado por la Chlamydia Screening Clinic de Hastings.

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