He sido socia del Real Madrid desde los cuatro años. Lo he visto en casa desde pequeña. Es una cuestión educacional”, me responde María Ángeles Pérez Sandoval (Madrid, 1977) cuando le pregunto si alguna vez fue hincha de otro equipo diferente al que preside su padre, Florentino Pérez. El día que Cuchy —todo el mundo la llama así— nació, su familia ya admiraba las hazañas de la plantilla merengue, entonces integrada por Paul Breitner o Vicente Del Bosque. Su progenitor es el socio 2.486 de los cerca de 100.000 que tiene el club. Por eso, la joven sintió los colores como propios. Pero no siempre transigió con las costumbres paternas y pronto quiso escribir su propia historia: nunca se planteó seguir los pasos de su padre en los grandes negocios. “Mi familia quería que estudiara Derecho o Empresariales. Me negué. ¡Soñaba con ser actriz!”, rememora con una gran sonrisa ya más tranquila después de la sesión de fotos.
Esta madrileña de 42 años tenía 22 cuando en el 2000 Florentino ganó las elecciones presidenciales a Lorenzo Sanz. Fue la época dorada de la institución blanca. Dos supercopas, una Supercopa de Europa, dos ligas, una UEFA y el fichaje de cinco “galácticos”: David Beckham, Ronaldo, Zinedine Zidane, Luis Figo y Michael Owen. Un escenario apasionante para cualquier alumno de Ciencias de la Información: tener la noticia en casa. “Llegué a un pacto con mis padres. Lo de actriz fue un acto de rebeldía. ¡Quería salirme de lo estándar! Decidí que estudiaría Periodismo”, cuenta con cierta nostalgia.
Desde entonces, la interpretación se perdió un valor al alza y el fútbol ganó algo (casi) imposible: una periodista confiable y silente. Durante los últimos 19 años, Cuchy ha asistido junto al presidente a la mayoría de los partidos del Madrid. No es difícil encontrarla sentada cerca de su padre en el palco presidencial. Vibrando y sufriendo. Celebrando y consolando. “Lo acompaño más desde que murió mi madre. Sobre todo, en sus viajes por Europa”, explica.
Fue a raíz de estos periplos cuando Cuchy entró en contacto con los mejores chefs del mundo. Florentino Pérez, presidente del club y de ACS, una de las mayores constructoras de España, también posee un fino paladar. “Valora mucho el trabajo que se hace en los restaurantes y siempre quiso que lo conociera. Gracias a eso, he estado en los mejores sitios. Por ejemplo, conozco casi todos los locales con estrella Michelin de París. Recuerdo haber visitado Maxim’s (uno de los más icónicos de la capital francesa que contaba con clientes como RitaHayworth o Jean Cocteau) y no haber aprovechado la experiencia, porque antes no comía muy bien. Otra vez, en otro viaje del Madrid, me llevó a Paul Bocuse (emblema de Francia e inventor de la Nouvelle cuisine). Me lo presentó y, cuando me contó lo que acababa de probar, tuve un gran flechazo”.
Así se fue forjando el buen gusto de una gran gourmet. “Hoy en día, casi todos los viajes que hago son gastronómicos. Me encanta The Ivy, en Los Ángeles, y Rosetta, en México D. F. Y siempre me traigo algo rico”, confiesa. Aunque su pasión empezó mucho antes. “Tengo grabado en mi memoria a mi abuela materna haciendo magia en torno a la cocina de su casa de Cerceda (Madrid). Guisaba desde que se levantaba hasta que se acostaba. Mi madre también lo hacía de maravilla. Se le daban fenomenal el cocido y el gazpacho”. María Ángeles Sandoval, “Pitina”, que regentaba una tienda escuela de bordados, ejerció una notable influencia en la menor de sus tres hijos —Florentino, conocido como Chivo; Eduardo, al que llaman Over; y María Ángeles, Cuchy—.
“Ella fue la que me puso Cuchy desde que nací. Contó varias historias sobre la decisión, pero nunca sabremos la verdad. Era una bestia parda. Siempre decía lo que pensaba y sabía estar. La gente la quería por eso”, recuerda. El matrimonio de sus padres ha sido uno de los más poderosos de la escena social y empresarial española, pero también uno de los más discretos y modestos. “Mi madre era la sencillez absoluta. Y a mi padre siempre lo he visto trabajar sin hacer ostentación de nada. A veces, le echo un poco la bronca: ‘Papá, tienes que aprender a no hacer nada’. La gente se cree que es muy serio, pero en casa tenemos todos un sentido del humor muy ácido. Nos han dado muchos valores: la generosidad, el respeto, el tener los pies en el suelo…”, enumera.
Cuchy echa la vista atrás sentada en el reservado de su nuevo proyecto, El Babero, el restaurante que abrió hace un año en el número 16 de la calle Puigcerdá, en el barrio de Salamanca de Madrid, y cuyo mayor espectáculo, al margen de la cocina tradicional que elabora, es verla en acción preparando sus platos estrella: la tortilla, el redondo de ternera, las lentejas o el marmitako. “Yo no sé de grandes técnicas. Solo sé lo que se comía en mi casa y en la de mi abuela, y eso es lo que la gente está echando de menos. Me gusta hacer felices a los demás, crear un ambiente de amigos. Este es un local para eso, una tabernita canalla. El que no nos conoce, entra y a los 10 minutos se siente parte de esto”. De cerca, Cuchy es como su cocina: sin artificio, directa y libre. “Por eso me han gustado siempre las personas que dicen en alto lo que piensan y que son claras. Yo lo soy”, reflexiona. Ha costado un tiempo que aceptara darnos una entrevista. Es una de las pocas que ha concedido. Finalmente, hace unos meses, en la Cena Pirata, el evento solidario que cada año organiza el jugador Esteban Granero para recaudar fondos para asociaciones benéficas —Cuchy también colabora la Fundación Española contra el Cáncer y es presidenta de honor de El sueño de Vicky—, me espetó: “Llámame”. Aceptó. ¿Una de las condiciones? “Nada de estilismos imposibles”.
En la cocina, Cuchy se centra en el producto: “No me gusta inventar ni disfrazar la materia prima. No puedes estar comiendo todos los días de estrella Michelin”. Tiene mucha relación con los mejores cocineros del momento. De hecho, en El Babero se sirven algunas de las recetas de Josean Alija (Nerua) o Toño Pérez (Atrio). Antes de embarcarse en este local, tuvo otro establecimiento con el mismo nombre en Las Tablas, una zona residencial al norte de Madrid que alberga las sedes de empresas como BBVA, Dragados, Mediaset o Peugeot. Con sus platos, homenajeaba a su familia: la merluza de mamá, los chipirones de la yaya, la hamburguesa de Over… “Al año de abrir, llegó la famosa crisis. Llenaba a mediodía, pero por la noche no tenía mucho público. Aguanté ocho años hasta que tuve que cerrar. Y, pasado un tiempo, fue cuando me animé a buscar un nuevo local en el centro de Madrid”.
El cierre supuso un quebradero de cabeza para los numerosos ejecutivos que acudían allí cada mediodía. “Me encanta preparar legumbres, pero las desgraso para que la gente no se vaya rodando a la oficina”. Los clientes estaban acostumbrados a encontrar lo mejor del mercado. “Una vez hice una locura. Traje una trufa blanca increíble de Milán. Vendí la tortilla a 90 euros y aun así no le saqué beneficio”, rememora.
Perfeccionista por naturaleza, Cuchy se hizo cocinera porque quería aunar en su propio negocio las cosas buenas que veía en los múltiples restaurantes que visitó desde joven. “Mis amigos también me animaron porque a mí me ha encantado siempre recibir en casa”. Pero fue la enfermedad de su madre, a quien diagnosticaron un cáncer de pulmón que superó—murió a los 62 años tras sufrir un infarto—, lo que dio el vuelco definitivo a su trayectoria. “El día a día de los momentos complicados te hace preguntarte: ¿Yo qué quiero hacer?”.
Hasta llegar aquí, a la madrileña, como decía Ortega y Gasset, le costó encontrar su plato principal en la vida. “Tardé mucho en sacar la carrera. El periodismo no era mi vocación. Aproveché aquellos años de juventud para viajar lo máximo posible. Punta Cana, la Riviera Maya… ”. Aun así, tras licenciarse, pasó brevemente por la cadena SER y recaló en el atelier de Javier Larrainzar, donde se ocupó de la prensa y las relaciones públicas. “Coincidió con la boda de Felipe y Letizia, los entonces príncipes de Asturias. Venía mucha gente a vestirse, las revistas de moda estaban interesadas en conocer los looks, las tendencias… Fueron unos meses apasionantes”.
En 2003, Cuchy había protagonizado la gran boda de ese año al casarse con el empresario Jesús Martín Buezas, nieto del fundador de la empresa de autobuses La Sepulvedana, ante 1.250 invitados. Al enlace asistieron desde el presidente del Gobierno, José María Aznar, hasta el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, o miembros de la plantilla del Real Madrid, como Luis Figo o Raúl González, entre otros. “Me han educado con mucha naturalidad con respecto al tema de las autoridades. Me he relacionado con ellos con el protocolo debido, pero de una manera muy relajada. Por ejemplo, mi padre trata igual a una amiga mía que al rey. Esa es su grandeza”, dice.
Estuvo casada durante cinco años, pero terminó separándose. Actualmente, tiene pareja, pero se resiste a desvelar su identidad. Fruto de su matrimonio, nacieron sus dos hijos, Florentina, de 14, y Enrique, de 11. “Ellos son mi público más difícil. Les gusta mucho como cocino. El pequeño me dice que quiere seguir con El Babero. Tiene olfato y paladar, pero es muy niño todavía… Veremos”. Entre las aficiones de Cuchy está ver series y es, además, una enamorada de los animales. De hecho, tiene tres perros: Mou —por Mourinho—, Piti —en honor a su madre— y Rita.
En noviembre de 2004, lo intentó de nuevo con el periodismo: montó Conoco Comunicación. “Era una agencia muy diferente a las que existían en esa época. Por ejemplo, hacíamos una inauguración de una marca en un teatro cuando hasta la fecha solo se realizaban pasarelas”. Aunque se ha publicado que la hija de Florentino Pérez cerró ese negocio, Cuchy nunca lo ha dejado del todo. “Sigo llevando proyectos. Si el tema me emociona, me pongo manos a la obra”, finaliza. Luego, llegó su primer restaurante. Y así fue como decidió darle una oportunidad a la cocina que, al igual que su pasión por el Real Madrid, había aprendido en casa.
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