Solo ha interpretado a villanos dos veces, en Gladiator y ahora en Joker, pero tampoco es que haya sido nunca el héroe de la función. Dentro y fuera de la pantalla, Joaquin Phoenix es un antihéroe, un antisistema torturado por conflictos que él mismo desconoce. Su misterio, como esa cicatriz del labio que sugiere oscuridad, es de nacimiento.
A los 19 años, Joaquin Phoenix se convirtió en una celebridad cuando la prensa publicó su llamada a emergencias: “Mi hermano está en el suelo. Se ha tomado un valium. Se va a morir”. Trascender la repercusión cultural de la muerte por sobredosis (de cocaína y heroína) de River Phoenix parecía imposible para Joaquin aquella noche de Halloween de 1993, pero no solo ha forjado su propio camino: hoy es considerado el mejor actor de su generación.
Su estirpe tiene su propia mitología: el matrimonio Bottom y sus cinco hijos River, Rain, Liberty, Summer y Joaquin (quien durante su adolescencia se hacía llamar Leaf, “hoja”, para no desentonar), abandonaron la congregación religiosa Hijos de Dios en cuanto empezaron a sospechar que perpetraban abusos sexuales. Para simbolizar el resurgir del clan, se rebautizaron como Phoenix y la madre apuntó a toda su prole en una agencia de casting. El resto es historia (negra) de Hollywood.
La fama que le dieron Gladiator, Señales y En la cuerda floja llevaron a Phoenix ingresar en una clínica de rehabilitación por alcoholismo. “Pasas temporadas enteras sin una rutina, sin saber lo que vas a decir y acabas por no saber quién eres. Es muy fácil beber para sentirte en paz con el hecho de que no eres nada”, declaró. Cuando reapareció en 2009, con una barba inmensa, gafas de sol y rastas, aseguraba entre balbuceos iracundos que había abandonado la interpretación para emprender una carrera como rapero.
Todo resultó ser una broma en forma de falso documental, I’m Still Here, dirigido por su entonces cuñado Casey Affleck (acusado de acoso sexual durante el rodaje por dos trabajadoras). Aquel troleo a gran escala probó tres claves en la trayectoria de Phoenix: que su talento interpretativo puede convencer al mundo de cualquier cosa, que su estatus de estrella le importa un pimiento y que ante cualquier excentricidad el público se encogerá de hombros y pensará “así es Joaquin”. “En una escena me encaraba con todo un bar gritándoles ‘¡tengo un millón en el banco!’. Pensaba que me arrojarían botellas, pero todos empezaron a corear mi nombre. Ese es el mundo en el que vivimos”, recuerda.
Matt Damon y Ben Affleck, hermano de Casey, le advirtieron de que estaba arruinando su carrera. Hoy Joaquin considera que I’m Still Here le cambió la vida al exigirle improvisación, incertidumbre y visceralidad constantes: “Convertirme en un bufón me liberó de actuar con desesperación planificando todo mi trabajo de principio a fin”. En The Master destrozó un retrete porque él no controlaba sus emociones sino que sus emociones le controlaban a él en lo que él describe como “instantes más allá de la consciencia”.
Phoenix cuenta que, tras la debacle de I’m Still Here (durante su proyección en el festival de Venecia solo se rieron él y Affleck), le ofrecieron los mejores cheques de su carrera: Hollywood lo vio desesperado y quiso aprovecharse. “No quiero 20 millones. Si me dieran el anillo único para llevarlo al monte cómosellame, me lo pondría para ver qué se siente y no sé si sería capaz de quitármelo. No sé si soy tan fuerte”, confiesa, “lo que me preocupa es que si un día te quitas la chaqueta y la sujetas asumiendo que alguien va a venir a guardártela o tienes a una persona constantemente colocándote el cuello de la camisa se acabó: ya no eres un ser humano”.
Su aversión a la prensa, según él porque no tiene nada que decir y según Spike Jonze porque los periodistas trabajan verbalizando las cosas y Phoenix se resiste a hacerlo, le ha convertido en un misterio que el mundo parece empeñado en descifrar. A veces se pasa una rueda de prensa fumando sin hablar, otras se inventa anécdotas con su perro “para caerle bien a la gente”. “Una persona se enfada conmigo por ser demasiado serio, otra porque no le estoy dando respuestas reales. Durante los eventos me consumen mis propios sentimientos y pensamientos en torno a la situación”, admite el actor, quien además define las entregas de premios como “una mierda absoluta de la que no quiero formar parte”. “No creo en esa zanahoria, en ponernos a competir entre nosotros. La campaña de En la cuerda floja fue uno de los periodos más incómodos de mi vida y no quiero volver a pasar por esa experiencia jamás”, asegura.
A Hollywood, por supuesto, le encanta tener su propio hijo díscolo en casa. Por eso le ha ofrecido papeles en superproducciones (El hombre de acero, Doctor extraño, Star Wars) que él ha ido rechazando hasta aceptar por fin Joker, más sucia y barata que la media, porque en realidad tiene demasiado sentido: sus personajes siempre han sufrido enfermedades mentales y, al acabar la película, no solo no se han enterado de su trastorno sino que se han hecho más fuertes gracias a él. “Desconfío de los actores que acaban una escena sintiendo que la han ‘clavado’. Me da vergüenza ajena ver cómo ponen caras para que se vea lo enfadados que están a lo largo y ancho de toda la puta pantalla. No existen los buenos actores, eso es algo que se dice y hay actores que se lo creen. Todo depende del director, eres su rehén. Algunos dicen que lo único que hay que hacer es memorizar los diálogos, seguir la luz y colocarte donde debes, pero esas son las cosas que jamás deberías hacer. Yo solo quiero capturar cosas que todavía no he comprendido”, explica.
El mejor actor vivo admite entrar en cada rodaje convencido de que va a “joder la película entera” y esa es solo una de sus contradicciones: el enigma de Joaquin Phoenix no puede ser resuelto porque ni siquiera él es consciente de su misterio. Su peor interpretación, quizá, es cuando tiene que hacer de sí mismo.
En Her Spike Jonze necesitaba un actor “que interpretase sus líneas de diálogo y también las del sistema operativo”.
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