LVMH, el mayor holding de lujo que ha llevado a Bernard Arnault a convertirse en el tercer hombre más rico del planeta, ha confirmado su interés en hacerse con la más icónica de las joyerías: Tiffany’s. Un diamante por el que los Arnault están dispuestos a desembolsar –si nos fiamos de las filtraciones– más de 13.000 millones de euros. Es decir, 2.000 millones más de lo que vale hoy en día la compañía en bolsa. "A la luz de los recientes rumores bursátiles", aseguraba hoy la compañía en un comunicado, "el Grupo LVMH confirma que ha mantenido discusiones preliminares respecto a una posible transacción con Tiffany. No hay ningún compromiso de que estas discusiones resulten en acuerdo alguno". Sin embargo, la idea de que las legendarias cajas azules se incorporen al extenso catálogo de marcas de los dueños de Louis Vuitton es bastante atractiva.
Un pasado apetecible
Tiffany’s lo tiene todo para que el holding de los Arnault se haya fijado en ella. Una historia y tradición que se remontan al siglo XIX, hace 182 años, por ejemplo, cuando un artesano joyero de 25 años, Charles Lewis Tiffany puso en marcha –con la ayuda de un socio, John B. Young, y un préstamo de 1.000 dólares de su padre, unos 25.000 dólares de hoy–el primer taller-tienda en Nueva York. Una marca que todos tenemos asociada a "diamantes" y "glamour", desde al menos 1878, cuando la casa presentó el famoso diamante amarillo.
El talento de Charles para el marketing moderno resultaba evidente: el diamante amarillo, esa joya inalcalzable, se vio superada una década después, en 1887, cuando Charles Tiffany se hizo con buena parte de las joyas de la (desierta) corona francesa, una adquisición que le granjeó el apelativo de "Rey de Diamantes" en la república de Estados Unidos. Al mismo tiempo, inventó un nuevo sector entero, el del anillo de pedida, con una simple innovación que perdura hasta nuestros días: un diseño en el que la piedra se eleva por encima del anillo.
Charles también tenía olfato para el talento: justo antes del diamante amarillo nombró vicepresidente a un joven de 23 años:George Kunz, un mineralogista autodidacta que se convirtió en patrimonio de la casa. Hasta el punto de que, en 1902, el descubrimiento de una nueva forma de piedra preciosa, lila y juvenil, recibió su nombre: la kunzita.
Para entonces ya quedaba claro que el patriarca pensaba de forma muy parecida a los grandes emprendedores actuales: asoció un color a la empresa -el azul de sus exclusívisimas cajas, y antes de su catálogo anual-. Levantó desde cero una de las primeras tiendas flagship del planeta: el edificio del número 15 de Union Square West, construido por medio millón de dólares de los de 1870 -unos 10 millones al cambio actual, que no darían ni para comprarse uno de los pisos de lujo en los que se ha convertido el edificio-. Y que sería emblema de la casa hasta principios del siglo XX. La sede de la Quinta con la 57 presente en la memoria colectiva llegaría mucho después, en 1940. Aunque ya habían llegado antes a la Quinta Avenida: en 1905.
Ese cambio fue uno de los muchos con los que Louis Comfort Tiffany prosiguió la labor de su padre Charles. El heredero a su pesar ya tenía un nombre antes de que la muerte de su padre en 1902 le llevase a convertirse en el Director de Diseño de Tiffany’s. Artista respetado; diseñador célebre por sus lámparas, vidrieras y colores; emprendedor por su cuenta con Cristales Tiffany; e interiorista de la Casa Blanca, todo antes de coger las riendas de la empresa paterna. Louis C. Tiffany supo elevar la marca hasta convertirla en referencia mucho más allá de su mandato original. Al prestigio adquirido por sus gemas y su reputación como excelentes artesanos de todo lo precioso, el segundo de los Tiffany aportaría el toque del zeitgeist, atando la estética de los tiempos -el art noveau– a las preciosas joyas de la empresa familiar. Una tradición de diseñadores adictos al presente que continuaría durante todo el siglo XX, hasta las rompedoras joyas "graffiti" de Paloma Picasso en los 80.
En el año de este retrato de Sorolla, 1911, Louis demostró que tenía la misma capacidad que su padre para epatar y convertir a Tiffany’s en referencia eterna. Imaginen por un momento que son tan buenos clientes de una casa que ésta bautiza con su nombre una de sus materias primas. Pues eso es lo que hizo Tiffany’s con otra gema descubierta en Madagascar en aquel año: la morganita. En honor, por supuesto, al banquero J.P. Morgan, y presentada al mismo por el otro hombre con una piedra preciosa con su nombre, el bueno de Kunz. Curiosamente, el fondo de inversión de su banca es hoy uno de los principales accionistas de la casa.
Porque el nombre de la familia se diluye tras la muerte de Louis, en 1933. El negocio también decae, hasta que un empresario llamado Walter Hoving se hace con el control a mediados de los 50, contrata al diseñador estrella -y veterano de Dunkerque- Jean Schlumberg y devuelve la casa a su máximo esplendor (con la Casa Blanca encargando vajillas, la película con Audrey Hepburn y así dos décadas de hitos). Pero el dólar manda, y Avon compra Tiffany’s en 1979 por 100 millones de dólares. Cinco años después, la intención de Avon de convertir la marca en algo accesible se ha convertido en un fracaso. Hoving, dimitido a la fuerza en 1980, se despacha a gusto cuando se anuncia la venta: "compraron Tiffany para [aumentar] su prestigio, y eso nunca es una buena razón". Exactamente lo contrario de lo que busca LVMH: una marca a la altura del grupo para conquistar Estados Unidos.
El diamante empañado
La confirmación ha sido tan bien recibida como el rumor por los mercados, que han catapultado la acción de Tiffany & Co (un 22%) y apreciado levemente la de LVMH. La oferta, aunque "no solicitada" por parte de la joyera, llega en un momento interesante para todos los implicados. Por un lado, Tiffany’s es la única marca estadounidense que tiene valor y presencia en el mercado global del lujo. Pero su última reconversión –la de mirar hacia China en busca de su nueva y ascendiente clase millonaria–, se ha visto golpeada por la guerra arancelaria que mantienen Donald Trump y Xi Jinping, que hace menos atractivos los productos de Tiffany’s para el consumidor chino ávido de lujo. También, su estrategia de utilizar Hong Kong como reclamo y gran centro comercial para la China continental se ha visto azotada por las movilizaciones.LVMH, cuyas marcas resultan atractivísimas para el consumidor asiático, tendría mucho que aportar ahí.
Pero el interés de los Arnault es el de desembarcar con fuerza en Norteamérica, donde se concentran el grueso de las ventas del grupo joyero, un 44%. Por delante de China y alrededores (28%) y Japón (donde Tiffany’s vende el 15%) de las ventas. El grupo LVMH lleva tiempo buscando una cabeza de playa estadounidense, y el histórico escaparate neoyorquino de la Quinta Avenida, esquina con calle 57, sería el emplazamiento perfecto. Tanto, que si se confirma la oferta de 13.000 millones, se convertiría en la mayor adquisición hasta la fecha del conglomerado francés. La situación de la cadena de joyerías, en crisis desde antes de la crisis, se presta a ello: los principales accionistas actuales de Tiffany’s son los grandes gestores de fondos de inversión y bancos que poco tienen que ver con el glamour y el lujo.
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