Mientras tecleo, es lunes y es agosto; un lunes de agosto en Madrid. Tienen mala prensa los lunes, pero si son de verano son muchísimo menos lunes, porque todo es posible un lunes de agosto en Madrid. De las 24 horas que tengo hasta el martes hay un par que puedo dedicar a esta carta. Me reservaré ese pequeño remanso dentro de la normalmente agitada vida de la redacción. Hoy hay menos mails y ninguna reunión, ni agitada ni “discreta”, como propone el Gobierno para desatascar el desgobierno de un mes en blanco después de otros tres meses en blanco. También me guardo un ratito por las noches para ver películas con la ventana abierta.
En La virgen de agosto, el director y guionista Jonás Trueba flirtea con la idea de un agosto en Madrid sin amigos, sin revista que cerrar y sin plan alguno en el horizonte. Si tuviera que afrontar una quincena así, quizá emularía a su protagonista, Itsaso Arana: cogería un libro cualquiera de la estantería, me refrescaría con agua del grifo después de dejarla correr unos segundos y saldría al atardecer a comerme la calle a bocados. Cambiaría de supermercado y de quiosco, hablaría con los desconocidos, visitaría la Dama de Elche —a la que le perdí la pista en el libro de Sociales de octavo de EGB— y posiblemente me encontraría con una exnovia de mis veintipicos a la que hace 10 años que no veo. Entonces tomaríamos cafés con hielo y después cañas; más tarde, nos acercaríamos a la verbena de la Paloma, que parece hecha para todo el mundo menos para los madrileños, porque los madrileños por norma general no se quedan en Madrid.
Si cerramos los ojos y apretamos los puños, podemos ser extranjeros de nosotros mismos, trasplantarnos a un par de barrios de distancia y vivir una fantasía apocalíptica de obsolescencia programada antes de volver a la realidad cotidiana. Conozco a poca gente a la que le gusten los dentistas, una buena conversación política si no es para criticar a los de signo contrario o que disfrute con la rutina. Ni siquiera los pirados del crossfit son fans de los lunes de invierno, así que desdoblarnos de eso no parece tan mal plan.
Pero de entre todas sus ideas, es la tesis del reencuentro la que obsesiona a Trueba y la que más me conmueve. Personas que durante un momento fueron importantes y que un día dejaron de llamarse —sin planearlo ni reparar en ello— se convierten en pequeños fragmentos de historia deliciosamente encapsulados, igual que todas esas cartas que guardas en el sótano, las cintas VHS, la colección de cromos adhesivos de Italia 90 o el primer número de Fotogramas que compraste con tu paga.
Y pasan cinco, 10, 15 años, como en el caso de La reconquista —que también rodó el propio Trueba en 2016—, donde dos novios adolescentes se separan porque ella se desenamora, pero, tras un hiato de media vida, donde hubo fuego siempre quedan rescoldos. Y con una cerveza o un sake pueden reactivarse y arder. A veces, para salir más fortalecidos incluso. En la cinta, los dos muchachos son ahora treintañeros. Salen y beben y comen cacahuetes y bailan, pero sobre todo hablan y hablan y hablan. Y casi nada de lo que se cuentan lo recuerda ella del mismo modo que él, porque somos viejos —somos otros— y nuestra cabeza funciona de manera absolutamente contraria a una computadora.
Me pongo nostálgico porque en estos días hay menos mails, casi ninguna reunión y queda tiempo para uno. He estado ojeando ejemplares pasados de Vanity Fair, sobre todo los de septiembre, el mes en el que realmente empieza el año, porque es cuando hemos repostado y tenemos energías para otros 11.
Tomaría otras decisiones editoriales o de maquetación, pero me gusta encontrarme con esas viejas amigas depositarias de tanta alma, revistas caducadas que en un momento nos hicieron soñar y que no hacía falta comprar todos los meses para coger una —como ésta que usted lee ahora— y generar unos pocos recuerdos para el mañana.
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